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SACRAMENTO DE LA PENITENCIA, RECONCILIACIÓN O CONFESIÓN

SACRAMENTO DE LA PENITENCIA, RECONCILIACIÓN  O CONFESIÓN

El Catecismo de la lglesia Católica dice: La Eucaristía no está ordenada al perdón de los pecados mortales. Esto es propio del sacramento de la Reconciliación. Lo propio de la Eucaristía es ser el sacramento de los que están en plena comunión con la Iglesia. Entonces, si queremos mantenernos en plena comunión con Dios y con la Iglesia, entendiendo ésta como la unión de todos los miembros que la formamos, debemos estar preparados para recibir la Eucaristía y eso solo se logra con el Sacramento de la Reconciliación. Considerando que “Para los que han caído después del Bautismo, es necesario para la salvación este sacramento de la penitencia, como lo es el Bautismo para quienes aún no han sido regenerados.” Pues “El que quiere recibir a Cristo en la Comunión eucarística debe hallarse en estado de gracia. Si uno tiene conciencia de haber pecado mortalmente no debe acercarse a la Eucaristía sin haber recibido previamente la absolución en el sacramento de la Penitencia.”

Y la importancia tan grande de este Sacramento se encuentra en el párrafo que dice:

“Los que se acercan al sacramento de la Penitencia obtienen de la misericordia de Dios el perdón de los pecados cometidos contra Él y, al mismo tiempo, se reconcilian con la Iglesia, a la que ofendieron con sus pecados. Ella les mueve a conversión con su amor, su ejemplo y sus oraciones”

Para comprender mejor este Sacramento, iniciaré definiendo la palabra penitencia, que en el lenguaje ordinario significa dolor y arrepentimiento que se tiene por haber realizado una mala acción, también se refiere al sentimiento “pena o mortificación interior” por haber ejecutado algo que no quisiéramos haber hecho. La palabra penitencia, encierra pues, dos ideas: una es de dolor, experimentado a causa de una falta cometida; y la otra es de expiación para borrar o cubrir la falta.

Ahora bien, en lenguaje teológico penitencia es el sacramento que consiste en la realización de algún acto especí­fico de mortificación, que alguien ejecuta por propia voluntad, como expresión de dolor y arrepentimiento por sus pecados, movidos por la virtud de la penitencia, que es una virtud moral que nos inclina a detestar los pecados cometidos en cuanto son ofensas a Dios y nos hace proponernos firmemente no volver a cometerlos.

Se le llama Sacramento de Conversión porque realiza sacramentalmente la llamada de Jesús a la conversión cuando decía: “Ya se cumplió el plazo señalado, y el reino de Dios está cerca. Vuélvanse a Dios y acepten con fe sus buenas noticias.”  Mr 1,15, y es también el llamado a volvernos al Padre del que nos habíamos alejado por el pecado, como muestra en la parábola del hijo pródigo cuando éste dice: Regresaré a casa de mi padre, y le diré: Padre mío, he pecado contra Dios y contra ti Lc 15,18, por lo que también se le llama Sacramento de la Reconciliación ya que es un rito que se celebra para redimir los pecados cometidos después del bautismo y nos reconcilia con Dios.

Comprende determinados pasos del penitente y la absolución por parte de un sacerdote, se considera como una institución divina, como veremos más adelante. Mt 16,19 y 18,18; Jn 20, 22-23.

Los pasos que debe hacer el penitente son: La contrición, o pena profunda y sincera por el pecado. La confesión de los pecados graves a un sacerdote. Y la penitencia, que son oraciones u obras que debe realizar el penitente para reparar los pecados cometidos por el hombre con uso de razón.

Y decimos que detestamos los pecados cuando comprendemos que son ofensas a Dios, pues si uno se doliera de sus pecados tan solo por los males físicos o morales que le han acarreado, no tendría verdadera penitencia, es decir no habría verdadera confesión, y aquí vale agregar, que la penitencia es también la virtud que nos lleva a proponernos firmemente no volver a cometerlos, porque si no tenemos propósito de enmendarnos o de no cometer más el pecado confesado, eso significa que no se detesta verdaderamente el pecado.

 

Como virtud, la penitencia era conocida y practicada antes que Jesucristo instituyera el sacramento. Todos los hombres que pecaron y se salvaron antes de Jesucristo, se salvaron por la virtud de la penitencia. El Rey David, por ejemplo, en un momento de debilidad cometió un gravísimo pecado y para ocultarlo, en seguida cometió otro también muy grave. Habiendo dejado pasar un año sin arrepentirse de esas faltas, el Señor le envió a su casa al profeta Natán, quien para inducirlo a la penitencia le narró esta parábola: un hombre muy rico, para festejar a su huésped, en vez de matar a una de sus muchas ovejas, robó a un pobrecito la única oveja que tenía y por lo tanto la quería tanto como la pupila de sus ojos. Después Natán le preguntó a David ¿Qué castigo crees que merezca ese hombre? Indignado David contestó: Es reo de muerte. Entonces el profeta tomando una actitud seria y llena de majestad le dijo al rey: Ese hombre eres tú, y le echó en cara sus delitos. David sorprendido, conmovido  y herido como por un rayo, comenzó a temblar de pies a cabeza, y ayudado por la gracia del Señor concibió una contrición tan perfecta de sus pecados, que mereció un perdón completo. Sólo pronunció “he pecado contra mi Señor”. Pero como esas palabras salían del fondo de su corazón muy arrepentido, Dios lo perdonó al instante, como se lo hizo saber el profeta cuando le dijo: “el Señor te ha perdonado tu pecado” 2Re 12.Vemos pues, que la penitencia es una virtud sobrenatural pues en su principio, es la Gracia de Dios que la inspira, y en cuanto a su motivo, es la ofensa a Dios que se quiere reparar.

Esta virtud encierra tres actos, 1º El sentimiento de haber pecado. 2º El serio propósito de no pecar más y 3º La expiación y la reparación cuando es posible.

 

Ahora bien, debemos aceptar que todos tenemos necesidad de la penitencia pues para el hombre que, con uso de razón ha pecado, la penitencia es una necesidad absoluta, y esto se funda en 6 razones:

  1. En la naturaleza del pecado. Pues siendo el pecado un desorden, no puede ser reparado sin una pena proporcionada al desorden que causó. Si consideramos el pecado como una herida del alma, no podrá curarse sin sufrimiento como sucede con las heridas del cuerpo.
  2. La penitencia es una necesidad que también se fundamenta en las perfecciones divinas, pues el pecado es una rebelión contra Dios y Dios la castigará en atención a su soberanía; porque es una ofensa a Dios por atentar contra su dignidad, honor y credibilidad y Dios debe castigarla en atención a su justicia; es también una ingratitud o falta de agradecimiento, y Dios debe castigarla en atención a su bondad que fue ultrajada, insultada; y porque es una mancha hecha en el alma del que peca, que es imagen de Dios por lo que Dios debe castigarla en atención a su santidad y pureza.
  3. Es también una necesidad que se fundamenta en la obediencia a la Palabra de Dios, en donde Jesús dice, refiriéndose a los galileos que Pilatos mató: “Les digo que si ustedes no se convierten (no hacen penitencia), morirán también como ellos.” y dijo también: “Muestren con su conducta que realmente han dejado de pecar.” Lc 13,3 y 3,8, Es decir, no basta con acudir al sacramento, debemos mostrar nuestro cambio de conducta con nuestro testimonio.
  4. La penitencia se fundamenta también en el ejemplo de Jesucristo, quien, no obstante carecer de toda falta, hizo penitencia, continua y voluntaria, es decir, “sufrió porque quiso hacerlo”, como dice proféticamente Is 53,7: “Lo trataron cruelmente y lo torturaron, pero él se mantuvo humilde y no protestó. Permaneció en silencio, como cuando llevan a un cordero al matadero o como cuando una oveja guarda silencio ante los que la trasquilan”.
  5. Es una necesidad que se fundamenta además en la tradición y las enseñanzas de la Iglesia, las cuales pueden resumirse así: “O penitencia o condenación”, como comprendieron los santos, cuya vida fue un tejido de las más rigurosas penitencias y mortificaciones.
  6. La penitencia es también una necesidad que se fundamenta en la misma naturaleza del hombre, ya que por el pecado original, estamos inclinados al mal y de él nos libraremos tan solo mediante la penitencia, la cual pone a raya a los sentidos y debilita la carne, que es nuestro peor enemigo.

Pero, la Penitencia, tiene otro significado y se llama Confesión, que es el sacramento instituido por Jesucristo para perdonar los pecados cometidos después del Bautismo, para sanar el alma enferma por el pecado.

Al igual que los demás Sacramentos, el Sacramento de la Penitencia tiene varias figuras que la representan, como son:

La lepra, porque en la ley mosaica, esa enfermedad era una imagen del pecado.

La fiesta de la expiación durante la cual el Sumo Sacerdote ponía las manos sobre el macho cabrío, que era el emisario destinado a llevar la pena de los pecados de Israel, y confesaba al mismo tiempo, todas las maldades del pueblo, como se lee en el Lv 16.

El Bautismo administrado por San Juan Bautista, es también figura de la penitencia para el perdón de los pecados, como se le llama en el Evangelio, según leemos en Mr 1,4: Apareció Juan Bautista en el desierto predicando un bautismo de penitencia para remisión de los pecados.” Y en Mt 3,6 se lee: Confesaban sus pecados, y Juan los bautizaba en las aguas del Jordán.”

Otra figura del Sacramento de la Confesión, es la piscina de Bethesda que significa casa de la misericordia, se trata de un embalse o piscina con cinco portales, cerca de la puerta de las ovejas o de mercado como leemos en Neh 3,1.

Bajo estos “portales” o columnatas hacían habitualmente fila los enfermos para la curación mediante el agua, como se menciona en Jn 5,2-9:

«Hay en Jerusalén, cerca de la Puerta de las Ovejas, una piscina llamada en hebreo Betesda. Tiene ésta cinco pórticos, y bajo los pórticos yacía una multitud de enfermos, ciegos, cojos, tullidos y paralíticos. Todos esperaban que el agua se agitara, porque un ángel del Señor bajaba de vez en cuando y removía el agua; y el primero que se metía después de agitarse el agua quedaba sano de cualquier enfermedad que tuviese.

Había allí un hombre que hacía treinta y ocho años que estaba enfermo. Jesús lo vio tendido, y cuando se enteró del mucho tiempo que estaba allí, le dijo: “¿Quieres sanar?” El enfermo le contestó: “Señor, no tengo a nadie que me meta en la piscina cuando se agita el agua, y mientras yo trato de ir, ya se ha metido otro.” Jesús le dijo: “Levántate, toma tu camilla y anda.” Al instante el hombre quedó sano, tomó su camilla y empezó a caminar.» Y por esto es figura del Sacramento que hoy estudiamos.

Jesucristo hizo el anuncio e instituyó definitivamente este Sacramento cuando lo prometió por primera vez a San Pedro cuando le dijo: Yo te daré las llaves del Reino de los Cielos: lo que ates en la tierra quedará atado en el Cielo, y lo que desates en la tierra quedará desatado en el Cielo.” Mt 16,19 

Lo prometió por segunda vez a los apóstoles cuando les repitió las mismas palabras después de narrarles la parábola de la oveja descarriada, símbolo del pecador, como se lee en el evangelio de San Mateo:

«¿Qué pasará, según ustedes, si un hombre tiene cien ovejas y una de ellas se extravía? ¿No dejará las noventa y nueve en los cerros para ir a buscar la extraviada? Y si logra encontrarla, yo les digo que ésta le dará más alegría que las noventa y nueve que no se extraviaron. Pasa lo mismo donde el Padre de ustedes, el Padre del Cielo: allá no quieren que se pierda ni tan sólo uno de estos pequeñitos.» Mt 18,12-14  

Lo prometió también cada vez que perdonó los pecados, por ejemplo al paralítico de Mt 9,2, y a Magdalena en Lc,7,48.

Y es que Jesús quiso salvar a todos los hombres y perdonarles sus pecados, pero como debía retirarse de su presencia visible de este mundo, confió a los apóstoles y con ellos a todos sus sucesores, los obispos y sacerdotes, el poder de perdonar los pecados en su nombre.

Ya les había dado ese poder en términos generales; pero faltaba un acto más concreto y preciso, y éste tuvo lugar el mismo día de su gloriosa resurrección, según narra San Juan en el 20,19-23 del evangelio, en donde leemos:

«Ese mismo día, el primero después del sábado, los discípulos estaban reunidos por la tarde con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Llegó Jesús, se puso de pie en medio de ellos y les dijo: “¡La paz esté con ustedes!” Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos se alegraron mucho al ver al Señor. Jesús les volvió a decir: “¡La paz esté con ustedes! Como el Padre me envío a mí, así los envío yo también.” Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: “Reciban el Espíritu Santo: a quienes descarguen de sus pecados, serán liberados, y a quienes se los retengan, les serán retenidos.”»

Como notamos, Jesucristo confirmó de un modo preciso lo que antes había otorgado en términos generales, pues antes de su pasión y muerte, había dicho a Pedro y a los demás apóstoles: «A quienes descarguen de sus pecados, y a quienes se los retengan”» ¿Qué significaba esto? La respuesta la obtuvieron muy clara el día de la Resurrección cuando Jesús les dijo que debían perdonar o retener los pecados.

Vemos pues, que éste es un poder divino, pues sólo Dios puede perdonar los pecados y sólo Él puede delegar en otros ese poder y solo a Él le corresponde establecer la forma y condiciones de alcanzar el perdón.

Jesucristo elevó la penitencia al grado de sacramento, es decir, unió los actos internos de la penitencia, como son el dolor y el propósito de enmienda; con el acto externo de la confesión y de la absolución, para darnos mayor seguridad del perdón de nuestros pecados. Ya que en la antigua ley, los hombres, aunque se arrepintieran de sus pecados, no oían la voz de Dios ni de sus ministros que les dijesen, como Natán a David: “Dios te ha perdonado”. Les faltaba la prueba de su perdón.

Pero ahora, bajo la nueva ley, por la misericordia de Dios, cuando el pecador sinceramente arrepentido manifiesta sus culpas al acercarse al sacramento de la penitencia, tiene la inmensa dicha de oír de labios del sacerdote la sentencia de absolución: “Yo te absuelvo de tus pecados”, palabras que equivalen a las de Jesucristo al paralítico y a otros cuando, viendo la fe, la sinceridad y la necesidad en los corazones, dijo a cada uno lo que leemos en Mt 9,2  cuando Jesús dijo al paralítico: ¡Animo, hijo! Tus pecados quedan perdonados. también en  Luc 7,|||||>|48  “Jesús dijo a la mujer: Tus pecados te son perdonados.  Y en Lc 5,20  Cuando Jesús vio la fe de aquellos hombres, dijo: Hombre, tus pecados te son perdonados.

Así que, podemos confiadamente acercarnos a confesarnos con el propósito de no volver a ofender a Dios con los mismos pecados, teniendo la certeza plena de que Jesucristo mismo, conociendo el dolor en nuestro corazón por haberle fallado, por medio de sus ministros, los sacerdotes, nos perdonará y sanará.

Vayamos pues a dejar nuestras cargas a los pies del Señor Jesús por medio del sacerdote a quien confesamos los pecados, y con la fe de que seremos perdonados y fortalecidos por la gracia santificante que nos será otorgada en la absolución, disfrutemos después de la vida plena que Jesús vino a darnos.

Que así sea.

Habiendo conocido un poco más el Sacramento instituido por Jesucristo para reconciliarnos con Dios y con la Iglesia. Espero que te animes a acudir a él con frecuencia y con la confianza de que Jesús es quien te espera para otorgarte el perdón de tus pecados y la sanidad de tu alma, para que puedas después, acercarte a tomar a Jesús en el Sacramento de la Eucaristía por medio de la cual tendrás Comunión con Dios, y podrás dar “mucho fruto”, pues es la promesa de Jesús en Jn 15,5: “El que permanece unido a mí, como yo estoy unido a él, produce mucho fruto.”

Así que haz tu parte y acércate a ponerte a cuentas con Dios y con la Iglesia y vive según las enseñanzas de Jesucristo nuestro Señor y Salvador, cumpliendo la orden que nos ha dado y mostrando tu fidelidad con tu testimonio de vida.

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