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LA FLAGELACIÓN Y LA CORONACIÓN DE ESPINAS DE JESUCRISTO.

LA FLAGELACIÓN

Y LA CORONACIÓN DE ESPINAS

DE JESUCRISTO.

Si hubiéramos entrado a la residencia de Pilato cuando estaban juzgando a Jesús, lo habríamos visto convertido en un horrendo teatro de las humillaciones y de los dolores de Jesucristo, y ahora veremos cuán injusto, vergonzoso y cruel fue el suplicio que padeció el Salvador del mundo.

Cuando los judíos seguían pidiendo la muerte de Jesús, Pilato, con notoria injusticia, lo condenó a ser azotado, como dice Jn 19,1, pensando el injusto juez que con este bárbaro proceder conseguiría el Salvador la compasión de sus enemigos y lograría por este medio librarse de la muerte. «Así que después de castigarlo le daré por libre dijo.» Lc 23,22.

La flagelación era castigo propio de esclavos, y nuestro amoroso redentor, no sólo quiso tomar forma de esclavo, para sujetarse a la voluntad de otro, sino también la forma de un esclavo rebelde y malvado, para ser castigado con azotes y pagar la pena que los hombres merecíamos por habernos hecho esclavos del pecado.

Cuando llegaron al pretorio, los verdugos mandaron a Jesús despojarse de sus vestidos, y nuestro Señor, según fue revelado a Santa Brígida, se desnudó a sí mismo, se abrazó a la columna y alargó las manos para que le maniataran. Y comenzó el suplicio cruel. Jesús con la cabeza inclinada y los ojos clavados en el suelo por la vergüenza que le causa el singular tormento que le aguarda; mira a los bárbaros verdugos que, como perros rabiosos, se lanzan armados de látigos sobre el inocente cordero; uno le hiere en el pecho, otro le azota las espaldas, otros descargan sus látigos sobre sus piernas y costados, sin que su sagrada cabeza y su divino rostro se vean libres de los golpes.

La sangre le corre por todas partes, a tal extremo que quedan bañados de sangre divina, las manos de los verdugos, la columna y hasta el piso. Los azotes le despedazan todo su cuerpo, unas veces alcanzan sus piernas, otras cruzan sus espaldas, añadiendo a sus heridas otras heridas, y llagas más crueles a sus primeras llagas; sin embargo, aquellos bárbaros verdugos no se cansan, y se cumple lo que dijo el profeta en el Sal 68,27: “y aumentaron más y más el dolor de mis llagas.”

Los azotes ya no solo desgarran los miembros de nuestro Salvador, sino que le arrancan pedazos de carne que van a caer lejos.

Finalmente, las carnes sacrosantas de Cristo quedaron tan desgarradas y deshechas, que, a través de las heridas, “se le podían contar los huesos”. Con este suplicio, Jesucristo debía naturalmente perder la vida, pero la virtud divina alentó su natural flaqueza para que pudiera sufrir mayores tormentos “por amor a nosotros.”

La flagelación de nuestro Redentor, fue un tormento muy cruel. Primeramente fueron muchos los verdugos que tomaron parte en este atroz suplicio, pues, según la revelación hecha a Santa María Magdalena de Pazzi, no bajaron de sesenta. Y después de esos sesenta verdugos instigados por los demonios y también por los sacerdotes, los cuales temerosos de que Pilato, después de haber azotado al Señor, lo pusiera en libertad, como ya lo había insinuado, le descargaban tan fieros azotes, que trataban de quitarle la vida. Y para el caso buscaron los instrumentos más crueles; de manera que, como asegura San Anselmo, se contaban las llegas por los golpes, contándose éstos por millares, pues como los verdugos azotaron a Jesús a la usanza de los romanos, que no tenían límite en el número de golpes, y no según la costumbre de los hebreos que no podían pasarse de cuarenta, como se lee en el Deut 25,3, que dice; «En ningún caso se darán más de cuarenta azotes, para evitar que aquel compatriota sufra un castigo demasiado duro y se sienta humillado ante ustedes.» Esta pena se redujo, en la práctica, a treinta y nueve azotes, a fin de evitar el riesgo de excederse por error.

Por eso el historiador Josefo, que vivió poco después de Jesucristo, dice que el Salvador fue de tal manera llagado en la flagelación, que los huesos de las costillas quedaron al descubierto, la Vírgen Santísima se lo reveló a Santa Brígida cuando le dijo: “Yo, que estaba allí presente, vi las costillas de Jesús descarnadas por la crueldad de los azotes”.

Solo por las Escrituras, podemos conocer lo cruel e inhumana que fue la flagelación de Jesucristo, pues ahí leemos que, después de haber sido azotado, Pilato lo mostró al pueblo diciendo Ecce Homo, que significa “Vean aquí al hombre” porque creyó que, al ver el lamentable estado en que le habían dejado los azotes, se moverían a compasión sus enemigos y acabarían por perdonarle la vida.

Hago un paréntesis aquí para analizar lo siguiente ¿Por qué en el camino del Calvario le seguía gran muchedumbre del pueblo y de mujeres que se deshacían en llanto y gemían? ¿Acaso las mujeres le amaban y le creían inocente? La respuesta es NO; porque de ordinario las mujeres participan de los sentimientos del marido y por esto también ellas lo creían culpable, pero como después de la flagelación presentaba un aspecto tan horrible y lastimoso que inspiraba compasión aun a quienes lo aborrecían, por eso lloraban las mujeres y se lamentaban.

Y ¿por qué en el doloroso viaje que hizo Jesús al Calvario le quitaron la cruz los judíos y obligaron al cirineo a llevarla sobre sus hombros? La opinión más probable es la que se desprende del texto de Lc 23,27 y de Mt 27,32; que dicen: «Le obligaron a cargar la cruz de Jesús.» «Le cargaron la cruz para que la llevara detrás de Jesús». ¿Fue acaso la compasión lo que los obligó a actuar así?, ¿Les movió aligerar la carga? Y la respuesta es nuevamente NO; porque aquellos malvados le odiaban a muerte y buscaban nuevas maneras de atormentarlo, y temieron que se les muriera en el camino. Veían, en efecto, que nuestro Señor, después de la flagelación había quedado tan desangrado y tan exhausto, que no podía quedarse en pie, de tal suerte que a cada paso caía bajo el peso de la cruz y, al parecer, iba a exhalar el último suspiro. Mas como los judíos querían que llegara vivo al Calvario, para tener el gusto de verlo morir crucificado, obligaron al Cirineo a llevar la cruz; porque muriendo en ella pretendían que su nombre quedaría maldito para siempre, como predijo el profeta Jeremías en 11,19 del libro que lleva su nombre, en donde se lee: «Talemos el árbol en su lozanía, arranquémoslo de la tierra de los vivos, que jamás se pronuncie su nombre».

El profeta Isaías es, entre otros, el que con más vivos colores nos pinta el lamentable estado a que se vio reducido nuestro Amado Redentor. Predijo este profeta, que la carne sacrosanta de Jesús sería, en la Pasión, no sólo llagada, sino también desgarrada y despedazada, como se lee en 53,5: «Él ha sido herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas.» y para hacer comprender a los hombres lo nocivo del pecado, quiso el Eterno Padre que su hijo fuese despedazado y llagado por los azotes. Por esto sigue diciendo el profeta en el verso 10: «El Señor quería triturarlo con el sufrimiento». De tal manera que el cuerpo bendito de Jesús, como cuerpo de leproso, debía cubrirse de llagas de los pies a la cabeza, como dice en el verso 4: «A él, que soportó nuestros sufrimientos y cargó con nuestros dolores, lo tuvimos por un contagiado, herido de Dios y afligido.» Ya en el verso 2, había escrito «No tenía gracia ni belleza para que nos fijáramos en él, tampoco aspecto atractivo para que lo admiráramos.» ¿A quién hemos de amar con el más tierno afecto que a un Dios azotado y desangrado por amor a nosotros?

Apenas había terminado la flagelación, y los inhumanos verdugos, instigados por los judíos y corrompidos por su dinero, hicieron sufrir a Cristo un nuevo género de tormento, «trenzaron una corona de espinas y se la pusieron en la cabeza y una caña en su mano derecha.» dice Mt 27, 27-29.

Los soldados desnudaron de nuevo a Jesús, y tratándolo como a un rey de teatro, le pusieron sobre los hombros a la manera de capa de color carmesí, un trozo del manto corinto que usaban los soldados romanos. En la mano le pusieron una caña a manera de cetro y entretejiendo una corona de espinas, se la pusieron sobre la cabeza. Este tormento de la coronación de espinas, fue dolorosísimo, porque las espinas atravesaron por todas partes la sagrada cabeza del Salvador, parte sensible al dolor en extremo, porque de la cabeza se extienden por todo el cuerpo los nervios, y a ella van a parar todas las sensaciones.

Este tormento fue el más prolongado de su pasión, porque Jesucristo llevó clavadas las espinas en la cabeza hasta su muerte; de manera que cada vez que le tocaban la cabeza o las espinas se le renovaba el dolor. Los autores, entre los cuales se cuenta San Vicente de Ferrer, dicen que la corona fue hecha de varias ramas erizadas de espinas, entrelazadas en forma de yelmo y se la ajustaron tan estrechamente a la cabeza que le bajaba hasta la mitad de la frente.

No obstante, el mansísimo Cordero se dejaba atormentar sin oponer resistencia, sin proferir una palabra, sin exhalar una queja; sólo de cuando en cuando la violencia del dolor le obligaba a cerrar los ojos y lanzar amargos suspiros. La sangre corría en tanta abundancia de las llagas de la sagrada cabeza, que el rostro, los cabellos y la barba estaban bañados en sangre, de tal manera que aquel rostro ya no parecía el del Señor, sino el rostro de un hombre al que se le había arrancado la piel.

Mat 27,29-30 dice: «Los soldados se arrodillaban ante él y se burlaban, diciendo: –¡Salve, rey de los judíos! Le escupían, le quitaban la caña y lo golpeaban con ella en la cabeza», luego se burlaban de Él, lo saludaban como a rey de los judíos y después le escupían en el rostro y le daban bofetadas, mezcladas con alaridos y voces de desprecio.

Si en aquell momento alguien hubiera pasado y se hubiera detenido a mirar a Cristo derramando sangre, cubierto con aquel andrajo purpura, con aquel cetro en la mano y por aquella corona en la cabeza, escarnecido y maltratado por aquellos hombres viles, ruines, malvados, le hubiera tomado por el hombre más criminal y despreciable del mundo. Pero No, se trataba del Hijo de Dios humillado y despreciado que padeció y soportó todos esos dolores por amor a ti, a mí, a todos.

Ahora, querido oyente, luego de escuchar y comprender lo que, por amor a cada uno de nosotros, soportó nuestro buen Señor con su flagelación y coronación de espinas, te invito a que medites unos instantes y luego, hagas la siguiente oración, para lo cual te pido inclines tu rostro y cierres tus ojos para entrar en intimidad con Nuestro Señor Jesús.

Señor Jesús, mi amadísimo Redentor, hoy que he comprendido lo que padeciste en la flagelación y coronación de espinas, vuelvo a ti, arrepentido por haberte ofendido y te pido que no me rechaces, aunque he sido siervo rebelde.

Hoy sé, que aun cuando me alejába de ti y menospreciába tu amor, no dejaste de atraerme a tí con lazos de amor, por eso no temo que me deseches, ahora que te amo y te busco. Dame a entender lo que debeo hacer para agradarte ahora que estoy dispuesto a ello. Quiero amarte con todo el corazón, dispuesto a no ofenderte más. Ayúdame con tu gracia y no permitas que me separe de ti. Amén

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