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JESÚS CONDENADO Y CRUCIFICADO

JESÚS CONDENADO Y CRUCIFICADO

Continuamos con el relato de lo que las sagradas Escrituras nos dicen del juicio de Jesús.

Pilato, seguía discutiendo con los judíos, sosteniendo que no podía condenar a un inocente, pero al escuchar las palabras que los judíos le dijeron, y leemos en Jn 19,12 “si sueltas a ése, no eres amigo del César” se aterró, y temeroso de perder la gracia del emperador, condenó a Jesús a morir en la cruz, después de haber proclamado tantas veces su inocencia. Entonces, dice San Juan, lo entregó para que lo crucificaran. Y nosotros entendemos ahora, que Jesús sí cometió un crimen, el crimen de haber amado con infinito amor a los hombres.

Queridos oyentes, entender que Jesús nos ama con tan entrañable amor, debe bastarnos para olvidarnos de todo y dedicarnos a amarlo y complacerlo en todo.

Jesús escuchó la inmoral sentencia que le condena a muerte, y la aceptó con humildad. No se lamentó de la manifiesta injusticia del juez, ni apeló al César, como lo hizo después San Pablo, sino que, lleno de mansedumbre y resignación, se sometió al decreto del Eterno Padre, que le condena a morir en la cruz por nuestros pecados. “Se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” escribe San Pablo, en Fil 2,8. Y se resignó a padecer tan cruel suplicio porque “Nos amó y se ofreció a sí mismo por nosotros” dice en Ef 5,2.

Y Pilato puso al inocente Cordero en manos de aquellos furiosos lobos para que hicieran lo que se les antojara. San Lucas lo dice así:y a Jesús lo entregó a la voluntad de ellos.” Entonces los desalmados ministros arremetieron contra Él, YDespués de haberse burlado de él, le quitaron la túnica, le pusieron sus propias ropas y lo llevaron a crucificar.” Mt 27,31. Dice San ambrosio, que obraron así, para que fuese reconocido al menos por sus vestiduras, puesto que su hermoso rostro estaba tan desfigurado por la s heridas recibidas y por la sangre derramada, que no podía ser fácilmente reconocido por todos.

Luego tomaron dos toscos maderos, formaron con ellos una cruz de quince pies de largo, según los testimonios de San Anselmo y San Buenaventura, y la colocaron sobre las espaldas del Redentor.

Dice Santo Tomás de Villanueva, que Jesucristo no esperó a que el verdugo le cargara la cruz sobre los hombros, sino que, alargando los brazos, la tomó valerosamente y la colocó sobre sus llagados hombros, y la estrechó contra su corazón, sabiendo que sería el altar en el cual sacrificaría su vida por amor a nosotros sus ovejas.

Los ministros de justicia llevaron entonces a los ya condenados reos, y caminando entre ellos el Rey del Cielo, el Unigénito de Dios; Jesús salió llevando su cruz, para ir al lugar llamado la Calavera, (que en hebreo se llama Gólgota).” Jn 19,17

Así se vio al Mesías aclamado pocos días antes como Salvador del mundo y recibido por el pueblo con grandes demostraciones de alborozo y alegría a los mil veces repetidos “Hosanna al Hijo de David; bendito sea el que viene en el nombre del Señor”, como leemos en Mt 21,9, y en aquel momento se vio maniatado, insultado y de todos maldecido, y como dijo Is en 53,7: como va la oveja al matadero, llevando la cruz sobre sus hombros para morir en ella como un malvado.

Así fue conducido a la muerte nuestro amado Redentor. Ha perdido tanta sangre en los anteriores tormentos, y está tan acabado, que la natural flaqueza apenas le permite ponerse en pie. Cubierto de heridas, con las espinas clavadas en su cabeza, con el pesado madero cargado sobre los hombros y con un verdugo a la vista, que le tira de una cuerda con que lo lleva atado;  va con su cuerpo inclinado, con paso vacilante, derramando sangre y caminando con tan gran trabajo que a cada paso parece que va a exhalar el último suspiro.

Y aun así, El no estará satisfecho hasta entregar su vida en la cruz, porque está dispuesto a morir en nuestro lugar, pagando así el castigo que nosotros merecíamos por haber ofendido al Padre.

Sabiendo esto, demos gracias a Dios, porque nos ha permitido contemplar esa escena, en la que su amado Hijo nos mostró, al entregar su divina vida, cuánto nos ama.

Dice Isaías; Lleva a hombros el principado, se le ha concedido el poder de gobernar.” Is 9,5.

Añade Tertuliano: “la cruz, fue el noble instrumento de que se sirvió Jesucristo para conquistar tantas almas, puesto que, muriendo en ella, pagó la pena merecida por nuestros pecados, nos libró de infierno y nos hizo su propiedad.”

Aun así muchos son los que se rehúsan entregarle el corazón a Dios. Pero, queridos oyentes, no es demasiado tarde para que recobremos el tiempo y dediquemos lo que nos reste de vida para amarlo con todo nuestro corazón, pues sería una vileza, que después de tanto amor que nos ha manifestado, dividiéramos el corazón entre Su amor y el amor de las personas.

Ahora llegamos a la crucifixión, el último tormento que acabó con la vida de Jesús. Subiendo por el Calvario, que se convirtió en teatro del amor divino, donde todo un Dios da la vida anegado en piélago de dolores, Y como dice San Lucas: Cuando llegaron al sitio llamado La Calavera, crucificaron a Jesús.” Lc 23,33

Después de llegar, con gran trabajo, a la cumbre del monte, por tercera vez le arrancaron con gran violencia los vestidos pegados a las llagas de su lacerado cuerpo, y lo arrojaron sobre la cruz. El mansísimo cordero se tiende sobre aquel durísimo lecho y presenta a los verdugos las manos y los pies para que se los claven, y levantando los ojos al cielo, ofrece a Dios Padre el gran sacrificio que hacía de su vida para salvar a los hombres.

Al clavarle la mano, se encogieron los nervios del cuerpo de Jesús, de suerte que, según revelación hecha a Santa Brígida, los verdugos se sirvieron de cuerdas para llevar la otra mano y los pies al lugar señalado para los clavos, de manera que los nervios y las venas se dilataron y rompieron con extremado dolor.

Así se cumplió la profesía de David que dijo en el Sal 22,17: me han desgarrado las manos y los pies y puedo contar mis huesos.”

Dice Santo Tomás que los crucificados tienen traspasadas las manos y los pies, que, por estar todos ellos compuestos de nervios, músculos y venas, son en extremo sensibles al dolor, Además el mismo peso del cuerpo, que pende de los clavos, hace que el dolor sea continuo y vaya siempre creciendo hasta acabar con la muerte.

Colgado de aquellos clavos, sin poder hallar alivio ni descanso, unas veces se apoyaba en las manos, otras, descarga el peso de su cuerpo en los pies, pero donde quiera descansara, aumentaba el dolor y la agonía. Vuelve su lastimada cabeza de una parte a otra; pero ¡ay!, si la deja caer sobre el pecho, se dilatan con el peso las llagas de las manos; y si la inclina sobre sus hombros, quedan por las espinas traspasados; si la apoya sobre la cruz, las espinas penetran despiadadas en ella. Esas llagas nos gritan diciéndonos que Cristo nos amó con verdadero amor.

¡Qué muerte tan cruel la que sufrió!; pero todo lo padeció, como dice Fil 2,8: haciéndose obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz”.

A esto debe añadirse que los dolores de Jesucristo sobrepasaron todos los demás dolores, porque, Cristo era más sensible, física y espiritualmente al dolor, como dice San Belarmino: “Los corazones nobles y generosos son más sensibles a los menosprecios y humillaciones que a los dolores del cuerpo; porque si los dolores del cuerpo martirizan la carne, aquellos atormentan el alma; y así como el alma vence en nobleza y dignidad al cuerpo, así también siente más las penas” y Jesucristo siendo tan noble y generoso, fue tratado con tanta vileza e inhumanidad como si fuese el último y más infame de todos los mortales, pero para probarnos su amor por nosotros, quiso además de padecer en su pasión, deshonras y ofensas hasta los últimos límites de la humillación.

Pero, el Espíritu Santo formó el cuerpo de Cristo muy a propósito para el sufrimiento, como había anticipado el mismo Jesús como leemos en Hb 10,5 en donde se lee: Cristo, al entrar en el mundo, dijo a Dios: Sacrificio y ofrenda no quisiste, pero me diste un cuerpo a propósito

Porque, aun cuando Jesús agonizaba en la cruz, los hombres no cesaban de atormentarle con burlas e insultos. Unos le decían: “A otros ha salvado y no puede salvarse a sí mismo”. Otros añadían: “Si es el rey de Israel, que baje de la cruz”. Y Jesús responde desde la cruz a los insultos que le dirigen sus enemigos exclamando: “Padre mio, perdónalos porque no saben lo que hacen”.

Toda la vida de Jesús fue un ejemplo de virtud y una escuela de perfección, pero en lo alto de la cruz, nos dio lecciones, porque Él sufrió con admirable paciencia los dolores de su muerte. Con su ejemoplo nos enseñó también a observer fielmente los preceptos divinos, a conformarnos con toda perfección a la voluntad de Dios, pero la mejor lección que nos dio fue la lección del amor, mostrándonos, con los brazos abiertos calvados en la cruz, cómo debemos amar. Los demás maestros enseñan hablando, en cambio Tú, desde la cátedra del amor, enseñas padeciendo, sin exigir más recompensa que la salvación de nuestras almas.

“Acuérdate de mí”, dijo el ladrón dichoso, y quedó consolado a oír brotar de los labios de Jesús, “Hoy estarás conmigo en el paraíso”. De igual manera digámosle también nosotros “Acuérdate de mí y ténme compasion”.

Jesús buscando quién le consolara, sin hallarlo, se lamentó diciendo con el Sal 68,21 Los insultos me han roto el corazón y casi muero; espero compasión, y no la hay; consoladores, y no los encuentro.

En las agonías de la cruz, Jesús era maldecido y blasfemado por judíos y romanos.

Junto a la cruz de Cristo, estaba María, que de haber podido, le hubiera proporcionado algún alivio; pero el dolor de esta afligida y amorosa Madre, contribuía a aumentar las penas del Hijo, que tanto la amaba, de tal manera que al contemplarla tan angustiada, sentía atravesada su alma más por los dolores que padecía su Madre, que por los suyos propios.

¡Qué amarguras debieron inundar los amantes corazones de Jesús y de María cuando Jesús, antes de expirar, tuvo que despedirse de su Madre diciéndole: “Mujer, ahí tienes a tu hijo” señalándole a Juan, para que lo recibiera en su lugar como hijo.

Y viendo Jesús que no había en la tierra quien le pudiera consolar, levantó el corazón y la mirada a su Padre para pedir consuelo. Mas al ver Dios Padre a su Hijo cubierto con el manto de pecador, le dice: Hijo mío, no te puedo consolar ahora, que estás satisfaciendo mi justicia por todos los pecados de los hombres, conviene que yo también te abandone en tu desamparo y te deje morir sin consuelo. Entonces Jesús exclamó en voz alta: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” para que todos entendiéramos que moría agobiado por el dolor y la tristeza, para manifestarnos el amor que nos tenía y ganar, para sí, nuestros corazones.

Estando ya para expirar, Jesús dijo. “Sed tengo” y San Agustín lo hace decir: “Tengo sed de la salvación de ustedes”

Jesucristo, momentos antes de expirar, con voz trémula y moribunda, exclamó Jn 19,30: “Todo está consumado” (), como si dijera: Miren, hombres, todo está acabado, todo se ha cumplido, la obra de la Redención, terminada, la justicia divina, aplacada y satisfecha, el paraíso, de par en par abierto. “Ya llegó el tiempo, el tiempo de los amores” Ez 16,8

Nuestro divino Redentor se acerca a su fin, está luchando con las agonías de la muerte, sus ojos moribundos; su rostro lívido y amoratado, su corazón que late pausadamente, su cuerpo que se siente invadido por la muerte, y su alma hermosísima que está próxima a abandonar el desgarrado cuerpo. El cielo se obscureció, tembló la tierra, se abrieron los sepulcros. Todas estas señales anuncian la muerte del Creador del Universo. Entonces “Jesús gritó con fuerza y dijo: ¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu! Y al decir esto, murió. dice Lc 23,46.

 

Ahora, Volvámos nuestros ojos al Redentor clavado en la cruz, toda su figura respire amor y nos invita a amarle; la cabeza inclinada para darnos el beso de la paz, los brazos extendidos para estrecharnos contra su pecho; su corazón abierto para amarnos.

Entonces, considerando todos los padecimientos que Jesucristo, el Hijo de Dios padeció por amor a nosotros, a toda la humanidad, oremos en unidad diciéndole:

«Señor Jesús, ya que tú, siendo inocente cargando tu cruz, nos invitas a seguirte con la nuestra, dispuesto estoy a seguirte hasta la muerte, para agradarte. Dame pues tu gracia para estar contigo y para amarte con todo mi corazón.

Ahora que siento grabadas en mi corazón tus palabras Ama al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas”, reconozco, que en otro tiempo te abandoné y confieso que actué mal, por eso tomo mi cruz para llevarla en tu compañía.

Amadísimo Señor, al permitir que traspasaran tus manos, tú quisiste expiar todos los pecados que hemos cometido por el tacto, y al sufrir los dolores de los pies, quisiste satisfacer todos los pasos que al ofenderte hemos dado. Bendícenos Señor con tus traspasadas manos, clava a tus pies mi ingrato corazón para que no se aparte de ti, y también mi voluntad para que no vuelva a revelarse contra tu amor.

Aunque te veo clavado en la cruz, te reconozco como Señor del Universo, como Hijo de Dios y redentor de los hombres y qué tristeza siento, al pensar que después de haber padecido hasta el punto de morir en la cruz, acabado de cansancio y dolor, pocos son los corazones que respondan a tu amor.

¿Cuál hubiera sido mi suerte si tú Señor no hubieras pagado por mis pecados?

Gracias te doy mi amado Salvador por tu obediencia. Y te doy gracias también por haberme impuesto la ley del amor y me arrepiento de no haberte amado así en el pasado.

Me arrepiento Señor mío, de haberte ofendido y movido por tu ejemplo, te amo con todo mi corazón y también amo a los que me han ofendido.

Ayúdame, Jesús mío, a hacer siempre actos de amor a ti y concédeme la misma gracia a la hora de mi muerte, a fin de que vaya luego al paraíso a amarte cara a cara y sin velos, donde te amaré si imperfección, sin tregua ni descanso, y con todas mis fuerzas, por toda la eternidad. Amén.»

 

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