Sobre la humildad, según las enseñanzas de San Agustín.
Tema extraído de: “Cuadernos de Espiritualidad Agustiniana, la Humildad en el pensamiento de San Agustín”
En los últimos programas hemos hablado de la aceptación del sufrimiento, del servicio a los demás y de la obediencia a las normas establecidas por Dios, pero hay un punto importante que une todos esos temas y este es la humildad, que es necesaria para que nos podamos dedicar al servicio de los demás, sobre todo de los más necesitados, así como aceptar el sufrimiento, que Dios permite en nuestra vida para nuestro fortalecimiento espiritual, pero que a veces es la consecuencia de nuestras malas decisiones; así mismo la obediencia a Dios requiere de nuestra parte la humildad, que se manifiesta en la aceptación de que somos criaturas que debemos agradar a nuestro Dios, lo cual hacemos al obedecer sus normas y mandamientos. Por ello, vista su importancia, dedicaremos este programa a hablar sobre la humildad, de la que San Agustín pensaba que tiene una importancia fundamental en la vida cristiana pero que es uno de los valores más olvidados o silenciados en nuestra cultura porque la cultura del poder y del éxito va por otro camino.
Dice San Agustín: “Quisiera, que te sometieras con toda tu piedad a Dios y no buscaras, para perseguir y alcanzar la verdad, otro camino que el que ha sido garantizado por Jesucristo, y por eso vio la debilidad de nuestros pasos. Ese camino es: primero, la humildad; segundo, la humildad y tercero, la humildad. No es que falten otros preceptos, es decir otros mandatos impuestos o establecidos por Dios como nuestra suprema autoridad; pero si la humildad no va delante, no nos acompaña y sigue todas nuestras buenas acciones, entonces, el orgullo nos arrebatará de las manos todo cuanto hayamos alcanzado de bueno, cuando nos felicitemos por una buena acción. Y continúa diciendo: Pueden perderse por el apetito de alabanza las empresas que saludablemente ejecutamos…es decir todas las buenas obras que llevamos a cabo por amor y con la mejor intención para beneficiar a nuestro prójimo y agradar a Dios con ellas.
San Agustín hace de la humildad un estilo de vida, una forma de ser y de relacionarse consigo mismo, con Dios y con los demás.
La humildad es la virtud que nos lleva a valorarnos, a descubrir lo que Dios nos ha concedido y comprender su grandeza y nuestra pequeñez. Esta es la experiencia que se vio obligado a realizar el mismo Agustín para poder acceder a la conversión de su corazón: En su libro Confesiones dice: “Y buscaba yo el medio de adquirir la fortaleza que me capacitara para gozarte; ni había de hallarla sino abrazándome con el Mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús… Pero yo, que no era humilde, no tenía a Jesús humilde por mi Dios, ni sabía de qué cosa pudiera ser maestra su flaqueza”.
La humildad es la virtud más destacada y la vivida más intensamente por Agustín. Él mismo nos ha dicho que abandonó el neoplatonismo porque vio, en el cristianismo, que la grandiosidad absoluta vino a nosotros en la humildad. En Jesús, el Verbo hecho carne, la verdad suprema se hizo amable e irresistible, y se puso al alcance de carpinteros y pescadores. Este descubrimiento le conmovió, y fue una de las mayores gracias de su vida. Agustín predicará hasta su muerte que el verdadero misterio de la fe es la encarnación, y la primera enseñanza de la encarnación es la humildad. En adelante todo le parece vanidad, excepto el amor humilde“.
Para Agustín la humildad no tiene nada que ver con actitudes fingidas o artificiales. Consiste en conocernos y reconocernos como somos, reconocernos como hombres. Esto no equivale a rebajarse, sino valorarse en la medida justa como dice en “Tratado sobre el Evangelio de San Juan 25, párrafo 16”: “Se te manda a ti que seas humilde. El que era Dios se hace hombre; tú, hombre, reconoce que eres hombre. Toda tu humildad consiste en que te conozcas”
De lo que se trata, por tanto, es de conocernos y de aceptar nuestra propia situación de seres humanos: Leemos de su sermón 137, párrafo 4: “A ti no se te dice: ‘Sé algo menos de lo que eres’, sino: conoce lo que eres’. Conócete débil, conócete hombre, conócete pecador, conoce que es Dios quien justifica, conócete manchado” Por tanto, la humildad es una actitud vital que nos impulsa a controlar la propia autosuficiencia y aparecer ante los demás, como lo que somos. Pero, ser sinceros con nosotros mismos es reconocernos débiles, humanos, pecadores y, a la vez, seguros de que Dios nos da su gracia, y en sus Comentarios a los Salmos 92, párrafo 6, sobre el versículo 2 dice: “la flaqueza que se da en la humildad es la mayor fortaleza” con lo que nos deja claro que La humildad es el camino hacia la verdad de nosotros mismos, que nos abre, nos prepara, nos capacita al encuentro con Cristo.
Dice Agustín: ¿Cuál es el trono de Dios; dónde se asienta Dios? En sus santos.
¿Quieres ser trono de Dios? Prepara en tu corazón un lugar donde se asiente.
¿Cuál es el trono de Dios, sino el lugar donde Dios habita y dónde habita Dios, sino en su templo y cuál es el templo de Dios; está construido con paredes? De ninguna manera.
¿Es acaso este mundo; ya que es lo bastante grande y digno para contener en él a Dios? No; no cabe en él quien lo ha hecho.
¿Entonces, en dónde cabe Dios? En el alma que está en paz, en el alma del justo; en ella está.
¡Qué cosa admirable, hermanos! No hay duda de que Dios es grande: para los fuertes es de gran peso, pero es leve para los débiles. Cuando digo fuertes me refiero a los soberbios que se apoyan en sus propias fuerzas. Porque la debilidad que se halla en la humildad, es la mayor fortaleza. Fíjate en lo que dice el Apóstol Pablo en 2 Co 12,10: “Me alegro de ser débil, de ser insultado y perseguido, y de tener necesidades y dificultades por ser fiel a Cristo. Pues lo que me hace fuerte es reconocer que soy débil”
Jesús, nuestro Señor, se ciñó de fortaleza en el sufrimiento para enseñar la humildad. Por lo tanto, la humildad es el trono de Dios.
Escucha cómo describe este trono. Quizá esperas oír hablar de una casa de mármol, de amplios atrios y de gran tamaño y situada en una alta cumbre. Pero, escucha lo que Dios se ha preparado para él: ¿Sobre quién reposará mi Espíritu? Sobre el humilde y el pacífico que teme mis palabras.
Si eres humilde y pacífico, entonces Dios habita en ti. Dios es perfecto, pero si tú pretendes ser perfecto, no habitará en ti. ¿Quieres ser escogido, para que habite en ti? Sé humilde y teme sus palabras, y entonces habitará en ti, en tu corazón.
Sólo quien se reconoce enfermo, quien no presume de sí mismo, quien siente la necesidad de ser curado, puede recibir la salvación y la presencia del Hijo de Dios.
La humildad es el camino de la misericordia y del perdón; nos pone frente al hermano con una mirada de comprensión y de aceptación y nos hace recobrar la unidad. Esa unidad de la que habla es la que habíamos perdido por estar inmersos en nuestras cosas, trabajos, diversiones, materialismos y egoísmo, fijándonos solamente en nuestros intereses, dejando atrás la situación de muchas personas, incluso cercanas a nosotros, esa unidad que hoy reconocemos debemos recobrar, y ahora comprendemos y aceptamos que para lograr esa unidad, debemos ser humildes, porque, como dice San Agustín; “¡Cuan numerosos son los que, conscientes de haber ofendido a sus hermanos, rehúsan decir Perdóname! No se avergonzaron de pecar y se avergüenzan de pedir perdón; no sintieron vergüenza ante la maldad, y la sienten ante la humildad” (Sermón 211, numeral 4).
Lo propio de la humildad es confesar la verdad y huir de la apariencia: “Como la soberbia presume, la humildad confiesa. Como es presuntuoso el que quiere aparecer lo que no es, así es confesor de la verdad el que no oculta parecer lo que es y ama parecer lo que es” (Comentarios a los Salmos 121, numeral 8). Según Agustín, sólo escuchando, y escuchando la verdad, es decir, El Evangelio, se puede ser humilde, porque la verdad no nos deja gloriarnos de nosotros mismos (Tratados sobre el Evangelio de San Juan 57, numeral 3).
Es desde la humildad desde donde se puede elevar uno Dios, pero eso es obra del mismo Dios, como leemos en el Sal 82,6: “Yo había dicho: “Ustedes serán dioses, serán todos hijos del Altísimo”. Dios nos llama para que dejemos de ser hombres. Pero esta dichosa transformación no se verificará si antes no reconocemos nuestra condición de hombres. Hay que partir de la humildad para elevarse a esa altura. Si, por el contrario, nos convencemos que somos algo, cuando en realidad no somos nada, corremos el peligro no sólo de no recibir lo que nos falta, sino de perder lo que somos”
San Agustín dice que ser humilde es: “No ser jactancioso (es decir, no alabarse a sí mismo). Quien quiere jactarse es soberbio. Humilde es quien no es soberbio, quien se gloría en el Señor” (Comentarios al Salmo 33, párrafos del 2 al 5).
Y en relación a LA HUMILDAD Y LA VIDA CRISTIANA, notamos entonces que, sin la humildad que nos enseñó Cristo, no hay posibilidad alguna de recibir la salvación, porque si algo amenaza con destruir la vida cristiana, ese algo es la soberbia. El soberbio no puede carecer de envidia, que es la hija de la soberbia. (Sermón 354, 4-5).
Para Agustín, El signo de los seguidores de Jesús es la humildad e imitar a Cristo es ser manso y humilde de corazón (cf. Comentarios a los Salmos 90, 1). “Donde está la humildad, allí está Cristo” dice en el Prólogo del Tratado sobre la primera Carta de San Juan.
La grandeza del hombre consiste en la humildad; el camino espiritual que se promete en el Reino comienza en la humildad y se recorre desde y con la humildad: “A ella os exhorto, pues de los tales es el reino de los cielos, es decir, de los humildes, de los niños en el espíritu. No la desprecies, ni la odies. Esta sencillez es propia de los grandes; el humilde no puede dañar; Hablo de aquella humildad que no quiere destacar entre las cosas perecederas, sino que piensa en algo verdaderamente eterno, adonde ha de llegar no con sus fuerzas, sino ayudada. Y para que reciba ayuda debe pedirla y para pedirla debe ser humilde, así pues, si guardas esta piadosa humildad que la Escritura Sagrada muestra ser una infancia santa, estarán seguros de alcanzar la inmortalidad de los bienaventurados” (Sermón 353, 1).
Conocerse a sí mismo es una verdadera ciencia, la gran ciencia que el hombre está llamado a aprender: “Este es el perfecto y excelso conocimiento: conocer que el hombre por sí mismo no es nada; y que todo lo que es lo recibe de Dios y por Dios” (Comentarios a los Salmos 70, 1, 1). Por eso San Agustín nos recomienda que aprendamos lo pequeño, la humildad de Dios: “Lo que han, hermanos, de aprender, ya lo están viendo, es lo pequeño. Nosotros apetecemos las cumbres; pero para ser grandes aprendamos lo pequeño. ¿Quieres atrapar la grandeza y majestad de Dios? Aprende antes la humildad de Dios. Dígnate ser humilde en bien tuyo, puesto que Dios se dignó ser humilde también por ti. Aduéñate de la humildad de Cristo, aprende a ser humilde, no seas orgulloso.
Cristo y la humildad son inseparables. Como consecuencia, donde está la humildad hay posibilidad de fruto, mientras que donde está ausente y se asienta la soberbia, todo se convierte en desierto”
Agustín identifica doctrina cristiana con humildad y es que la humildad en la vida cristiana, es su nota más característica y el mejor resumen de la enseñanza de Cristo. Para llegar a la perfección es necesario comenzar por la humildad porque la humildad es el fundamento sobre el que se construye el edificio de la caridad; ella es el medio para conquistar y custodiar la caridad. La humildad es pues el cimiento de la construcción espiritual. En definitiva, la humildad es la virtud que hace bueno al hombre y construye la ciudad de Dios: “Soy consciente de la fuerza que necesito para convencer a los soberbios del gran poder de la humildad. Ella es la que logra que su propia excelencia, conseguida no por la hinchazón del orgullo humano, sino por ser don gratuito de la divina gracia, trascienda todas las eminencias pasajeras y vacilantes de la tierra” (prólogo de La ciudad de Dios 1,). Por eso Agustín nos exhorta: “Aprendamos, o mejor, tengamos la humildad. Si aún no la tenemos, aprendámosla. Si la tenemos, no la perdamos. Si no la tenemos, cobrémosla para ser injertados a la vid verdadera, que es Cristo; y si la tenemos, retengámosla, para no ser podados de ella” (Sermón 77, 15).