TENGAMOS FE EN LA EFICACIA DE LA ORACIÓN
Aunque el pecador, aquel que ha perdido la gracia santificante, se haya alejado de Dios, puede orar, clamar a Él. El derecho a la respuesta de Dios, está relacionado con su justicia, ya que la oración va dirigida a la misericordia de Dios, que muchas veces oye y levanta al caído, sin que lo merezca, y da vida a su alma muerta de muerte espiritual. Aun la más miserable de esas almas caídas, desde el fondo del abismo en que se encuentre, puede elevar a la misericordia ese grito de auxilio que es la oración.
Recordemos la oración de Daniel en favor del pueblo de Israel, que leemos en Dan 3,29 y 34: “Pecamos y cometimos la injusticia, alejándonos de ti; hemos pecado en todo eso gravemente; no hemos obedecido tus mandamientos. En honor a tu nombre no nos abandones para siempre ni te olvides de tu alianza.” Primero reconoce la falta y necesidad, luego clama por su necesidad.
Los Salmos están llenos de súplicas parecidas, por ejemplo el Sal 69,6, que dice: “Yo soy un pobre y desvalido, ¡Dios mío! Ven pronto. Tú eres mi auxilio y mi salvador. ¡Señor, no tardes!”
En el Sal 79,9 leemos: “Ayúdanos
Y en el Sal 118, 114 y 116 “Tú eres mi refugio y mi escudo; en tu palabra he puesto mi confianza… Dame fuerza y seguiré con vida, tal como lo has prometido; ¡no defraudes mi confianza!” En cada oración se manifiesta la fe y la esperanza en la respuesta de Dios.
Y nosotros, ¿Tenemos fe en la eficacia de la oración?
Cuando nos hallamos a punto de sucumbir a la tentación, cuando no vemos la salida al problema y sentimos que ya no podemos soportar el peso de nuestra cruz, ¿Buscamos nuestro refugio, como lo manda el Señor, en la oración? ¿O dudamos de ella? – Recordemos la promesa de nuestro Señor en Mt 7,7: “Pidan y recibirán”.
La oración por la cual pedimos con humildad, confianza y perseverancia, las gracias necesarias para nuestra salvación, es eficaz. Aunque a veces nos parece, que nuestra oración no ha sido escuchada.
Creemos en la capacidad de una máquina, del dinero y de la ciencia; pero apenas creemos en la eficacia de la oración. El poder de esa fuerza intelectual que es la ciencia, la vemos en sus resultados; nada hay en ella de misterioso; sabemos el origen de ese poder y sus consecuencias. Sin embargo, cuando se trata de la oración, nuestra confianza en ella es muy débil, porque no vemos con claridad de dónde viene y olvidamos a dónde va, a quién va dirigida.
Traigamos a nuestra memoria los fundamentos en los que se basa la eficacia de la oración y el fin al cual se ordena, o en otros términos; cuál es su principio y su fin. Con frecuencia tenemos la convicción de que la oración es una fuerza cuyo principal fundamento somos nosotros mismos, y que por ella lograremos inclinar la voluntad de Dios. Y lógicamente tropezamos con una dificultad que con frecuencia formularon los deístas de los siglos XVIII y XIX: “ningún hombre es capaz de mover o inclinar la voluntad de Dios.” Él es la bondad misma, que no nos pide otra cosa que darnos o entregarnos; Él es la misma misericordia siempre dispuesto a venir en auxilio de quien padece; pero Dios es también el Ser absolutamente inmutable, inalterable. La voluntad divina desde toda la eternidad, es tan inconmovible como misericordiosa. Nadie puede gloriarse de haber conseguido haber hecho ver a Dios más claro o que lo haya hecho cambiar su voluntad. “Yo soy el Señor, y no cambio” dice en Mal 3,6 por lo que podemos decir que el orden de las cosas está fuerte y suavemente establecido por la Providencia desde el principio que Él no cambia, como dice también en Nm 23,19 “Los cielos son obra de tus manos. Éstos perecerán; pero tú eres inmutable”.
¿Habremos de suponer entonces, que la oración no vale nada? ¿Qué roguemos o no, lo que ha de suceder, de todas formas sucederá? La respuesta la encontramos en las palabras del Evangelio que permanecen firmes, Jesús dijo: “Pidan y recibirán, busquen y encontrarán, toquen y se les abrirá” Mt 7,7
La oración, en efecto, no es una fuerza que tenga su principio fundamental en nosotros; ni es un esfuerzo del alma humana para obligar a Dios, a cambiar sus decretos. Si a veces se habla de la oración en este sentido, sólo es lícito dar a tales palabras un sentido metafórico y ver en ellas una manera humana de expresarse. En realidad, la voluntad de Dios es absolutamente inmutable, como se dijo antes; pero precisamente esa suprema inmutabilidad es el fundamento y fuente de la infalible eficacia de la oración. ¿Cómo es que, si Dios es inmutable, la oración es eficaz, cuando lo que pretendemos con ella es que Dios cambie nuestras circunstancias?
Es muy sencillo, a pesar de que ahí está encerrado el misterio de la gracia, y aquí hay algo de penumbra muy atrayente y bello. Veremos en primer lugar lo que es claro: la verdadera oración como dice Santo Tomás, es infaliblemente eficaz, porque Dios nunca vuelve atrás.
Tan inocente sería imaginar que desde toda la eternidad Dios no hubiera previsto y querido las oraciones que le dirigimos, como sería inocente de nuestra parte suponer que cambiará sus designios por acomodarse a nuestra voluntad.
No sólo las cosas que suceden han sido previstas y queridas o permitidas de antemano por un decreto de Dios, sino también el modo en que suceden, y las causas que dan lugar a tales acontecimientos; todo esto fue establecido desde la eternidad.
Si fijamos nuestra atención en la producción de la naturaleza, el Señor dispuso la semilla, la lluvia que la ayuda a germinar y el sol que hace madurar los frutos de la tierra. Del mismo modo, para la cosecha espiritual, preparó la semilla del espíritu y las gracias necesarias a la santificación y salvación de las almas, como es conseguir los dones divinos.
Ninguna criatura existe sino gracias a la bondad de Dios y de esto, sólo el hombre, como criatura racional, tiene conciencia. La existencia, la salud, las fuerzas físicas, la luz, la inteligencia, la energía moral, el éxito en nuestras empresas, todas esas cosas son dones de Dios; y la gracia que nos inclina y mueve al bien que conduce a la salvación, nos da el poder y la perseverancia para que lo alcancemos.
Pero el Espíritu divino que nos fue enviado y es fuente de agua viva, es el don por excelencia, el don del cual Jesús decía a la Samaritana: “Si supieras lo que Dios da y quién es el que te está pidiendo agua, tú le pedirías a él, y él te daría agua viva… pero el que beba del agua que yo le daré, nunca volverá a tener sed. Porque el agua que yo le daré se convertirá en él en manantial de agua que brotará dándole vida eterna.” Jn 4,10 y 14
Sólo la criatura racional es capaz de darse cuenta de que, ni natural, ni sobrenaturalmente, puede vivir si no es por don y gracia de Dios, y que después de haber decidido dárnoslos, es su voluntad que le pidamos para recibirlos; como un padre, que ha resuelto dar un premio a sus hijos, pero resuelve que primero se lo pidan.
El don de Dios es el resultado, la oración, la causa ordenada por voluntad de Dios, para que lo consigamos. San Gregorio Magno lo dice breve y claramente: “los hombres deben disponerse, por la oración, a recibir todo lo que Dios omnipotente decidió concederles desde la eternidad”
Tenemos tanta necesidad de orar para conseguir el auxilio de Dios para obrar el bien y para perseverar, como es necesario sembrar para tener una cosecha de trigo. A quienes dicen. “Que hayamos rogado o no, sucederá lo que tenga que suceder”, les debemos responder: “Tan insensato es eso que decís, como afirmar que sembrar o no sembrar es indiferente para tener una buena cosecha”
Nos es necesaria la gracia actual para orar; y esa gracia se nos ofrece a todos, y sólo los que la rechazan quedan privados de ella. Gracia actual es la que nos da Dios para que hagamos una buena obra o para que nos apartemos de una mala. Así que la oración realizada con la gracia actual, es necesaria para obtener el auxilio divino, de mismo modo que la cosecha supone haber sembrado.
Más aún, siguiendo con el ejemplo de la cosecha; si la mejor semilla como la mejor oración, si no se encuentra en condiciones favorables, se echa a perder. Pero la verdadera oración, humilde y confiada, por la que uno pide para sí lo necesario para la salvación, no se pierde jamás. Siempre es escuchada y nos obtiene la gracia de continuar orando por esa intención.
Nuestro Señor mismo nos ha garantizado que la oración bien hecha es escuchada siempre: “Pidan y se les dará, busquen y encontrarán, toquen y se les abrirá, ¿Quién entre ustedes, si un hijo le pide pan, le dará una piedra? O si le pide un pez, ¿le dará en vez de un pez una serpiente?” Lc 9,11 Y a los apóstoles les dice: “en verdad en verdad les digo, que cuanto pidan al Padre en mi nombre se lo concederá. Hasta ahora nada le han pedido en mi nombre”. Jn 16,23
Tengamos plena confianza en la eficacia de la oración, que no es una fuerza humana que encuentra su principio en nosotros pues la fuente de la eficacia está en Dios y en los méritos infinitos de Jesús nuestro Salvador. Baja a nuestro corazón de un decreto eterno de amor y sube hasta la divina misericordia. Cuando oramos, No se trata de que persuadamos a Dios a cambiar sus disposiciones, se trata de elevar nuestra voluntad hasta la suya para querer con él, lo que ha querido darnos desde la eternidad. La oración, lejos de pretender hacer bajar a Dios, es una elevación de nuestra alma a Él.
Cuando oramos y somos escuchados, parecería que la voluntad de Dios se inclina a nosotros, pero no es así, la nuestra es la que sube y nosotros comenzamos a querer en el mismo tiempo lo que Dios quería concedernos desde la eternidad. La oración coopera con él, y somos así dos los que queremos la misma cosa. Cuando, después de haber orado mucho, para obtener, por ejemplo, una conversión, y acabamos por ser escuchados, podemos decir: “Dios es indudablemente quien ha convertido esta alma, pero se ha dignado asociarme con Él, y desde toda la eternidad había decidido hacerme orar para que esta gracia fuera concedida.” De esta forma cooperamos con nuestra salvación, al pedir en nuestro favor las gracias necesarias para alcanzarla, gracias que se obtienen por la oración, que como ya dije debe ser humilde, confiada y perseverante.
La oración coopera grandemente en la ejecución de la providencia divina, como veremos en este ejemplo: Aun cuando se trate de obtener la gracia de la conversión de otra persona que quizá se opone a ello, cuantos más somos los que la pedimos y perseveramos en la oración, con mayor confianza podemos esperar tal conversión.
El fin al cual la Providencia ordenó la oración, como medio, es la obtención de los dones de Dios necesarios para la santificación y la salvación; porque la oración es una causa que tiene su lugar propio en la vida de las almas.
Como se dijo, la oración humilde, confiada y perseverante es poderosa para que el justo obtenga la gracia actual que le ayude a perseverar en el cumplimiento de sus obligaciones. La oración hecha con esas condiciones es poderosa para hacernos conseguir fe más viva, esperanza más firme, amor más ardiente y mayor fidelidad a nuestra vocación.
La primera cosa que hemos de pedir, como enseña el Padre nuestro es que el nombre de Dios sea santificado y glorificado por una fe resplandeciente; que llegue su reino, que es objeto de nuestra esperanza; que se haga su voluntad y se cumpla con amor.
La oración es también suficiente y capaz de obtenernos el pan de cada día en la medida en que sea útil y necesario para la salvación; el pan de la Eucaristía y las disposiciones adecuadas para recibirlo. Igualmente nos consigue el perdón de los pecados y nos inclina a perdonar al prójimo; nos preserva de la tentación y nos da la gracia de alcanzar la victoria sobre todas ellas. Pero para conseguir todas esas cosas, es preciso que la oración tenga las condiciones indicadas; que sea sincera, humilde, confiada, ya que va dirigida a la infinita bondad de la que no podemos dudar, pero además, debe ser perseverante, si es la expresión de un profundo deseo de nuestro corazón.
Aunque el Señor nos deje luchando con graves dificultades, de las que le hemos pedido que nos libre; no por eso hay que pensar que no hemos sido escuchados. El mero hecho de que continuemos suplicando, demuestra que nuestro Padre está a nuestro lado, porque sin una nueva gracia actual, no continuaríamos con la oración. Nos deja frente a tales dificultades, para que aumente la fortaleza de nuestra alma y nos quiere demostrar que la lucha se aprovecha, y que, como se lo reveló a San Pablo, la gracia que nos concede basta para continuar en la lucha en la que su poder se muestra más patente, como dice en 2Cor 12,9.
A veces se tiene una verdadera tempestad espiritual, durante la cual el alma se ve en la necesidad de pedir continuamente la gracia, que es la que impide que desfallezcamos.
Respecto a los bienes temporales, la oración nos alcanza todos aquellos que de un modo u otro nos sirven de ayuda en nuestro viaje a la eternidad: el pan de cada día, la salud, la prosperidad de nuestros negocios. La oración puede conseguirlo todo, con tal que, ante todo y sobre todo, pidamos amar a Dios más y más, como dijo Jesús y nos traslada Mt 6,33: “Busca primero el reino de Dios, y lo demás se os dará en añadidura”. Si no conseguimos esos bienes temporales, es porque no son útiles para nuestra salvación; pero, si la oración está bien hecha, conseguiremos en su lugar otra gracia superior. Dice el Sal 145,18: “Cerca está el Señor de los que lo invocan, de los que lo invocan sinceramente.” La oración de súplica, siempre que verdaderamente sea una elevación del alma a Dios, dispone a otra oración, de adoración, de reparación, de acción de gracias y de unión.
Confiemos en la eficacia de la oración, elevemos nuestra alma hasta la presencia de Dios y pidámosle allí, postrados a sus pies, lo que necesitemos, tanto para nosotros como para los demás. Que así sea.