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EN CUARESMA VOLVÁMONOS A JESÚS

EN CUARESMA VOLVÁMONOS A JESÚS

TIEMPO DE GRACIA ESPECIAL PARA VOLVERNOS A DIOS DEJANDO ATRÁS,
FUERA DE NUESTRA VIDA, TODO CON LO QUE LE HEMOS OFENDIDO.

La Cuaresma ha sido, es y será un tiempo favorable para convertirnos, para  volvernos a Dios Padre que es misericordioso. La Cuaresma es un tiempo para creer, es decir, para recibir a Dios en nuestra vida y permitirle “poner su morada” en nosotros como dijo Jesús en Jn 14,23.

La práctica de la Cuaresma como tiempo de penitencia y de renovación para toda la Iglesia, con la práctica del ayuno y de la abstinencia, data desde el siglo IV, dura 40 días; comienza el Miércoles de Ceniza y termina antes de la Misa de la Cena del Señor del Jueves Santo. Entonces, durante este tiempo hagamos nuestro esfuerzo por recuperar la vida de verdaderos seguidores de Cristo.

La Iglesia nos invita a vivir la Cuaresma como un camino hacia Jesucristo, escuchando, leyendo, estudiando y meditando la Palabra de Dios; orando, compartiendo con el prójimo y haciendo obras buenas. Nos invita a vivir esta serie de actitudes cristianas que nos ayudan a parecernos más a Jesucristo, ya que por acción de nuestro pecado, nos alejamos de Dios.

El tiempo de Cuaresma está hecho para esperar, para volver a dirigir la mirada a la paciencia de Dios, que sigue cuidando de su Creación, mientras que nosotros a menudo la maltratamos. Es esperanza en la reconciliación, a la que san Pablo nos exhorta con pasión: «En el nombre de Cristo les rogamos que acepten el reconciliarse con Dios.»2 Co 5,20. Al recibir el perdón, en el Sacramento de la Reconciliación, también nosotros nos convertimos en difusores del perdón; al haberlo acogido nosotros, podemos ofrecerlo. Lo bello de esto es que el perdón de Dios, mediante nuestras palabras y gestos, permite que vivamos una Pascua de fraternidad.

Vivir una Cuaresma con esperanza significa: sentir que, en Jesucristo, somos testigos del tiempo nuevo, en el que Dios “hace nuevas todas las cosas” como se lee en Ap 21,1-6. Significa recibir la esperanza de Cristo, que entrega su vida en la cruz y que Dios resucita al tercer día, y estar “dispuestos siempre para dar explicación a todo el que nos pida una razón de nuestra esperanza” 1P 3,15.

Cada día, durante toda la vida, hemos de arrojar de nuestros corazones el odio, el rencor, la envidia, los celos y todo cuanto se opone a nuestro amor a Dios y a los hermanos, pero en, la Cuaresma, el tiempo del perdón y de la reconciliación con Dios y con los demás se nos presenta la oportunidad de lograrlo más fácilmente.

En Cuaresma, aprendemos a conocer y apreciar la Cruz de Jesús, también a tomar nuestra cruz con alegría para alcanzar la gloria de la resurrección.

La duración de la Cuaresma está basada en el símbolo del número cuarenta en la Biblia. En ésta, se habla de los cuarenta días del diluvio, de los cuarenta años de la marcha del pueblo judío por el desierto, de los cuarenta días de Moisés y de Elías en la montaña, de los cuarenta días que pasó Jesús en el desierto antes de comenzar su vida pública, de los 400 años que duró la estancia de los judíos en Egipto.

En la Biblia, el número cuatro simboliza el universo material, seguido de ceros significa el tiempo de nuestra vida en la tierra con sus pruebas y dificultades.

El tiempo de la Cuaresma, como dije, rememora los cuarenta años que el pueblo de Israel pasó en el desierto mientras se encaminaba hacia la tierra prometida, con lo que implicó: fatiga, lucha, hambre, sed y cansancio…pero al fin el pueblo elegido gozó de esa tierra maravillosa, que destilaba miel y frutos suculentos, como la describieron Josué y Caleb según leemos en Nm 14,8.

Para nosotros, como fue para los israelitas aquella travesía por el desierto, la Cuaresma es el tiempo fuerte del año que nos prepara para la Pascua o Resurrección del Señor, donde celebramos la victoria de Cristo sobre el pecado, la muerte y el mal, y por lo mismo, la Pascua es la fiesta de la alegría porque Dios nos hizo pasar de las tinieblas a la luz, del ayuno a la comida, de la tristeza al gozo profundo, de la muerte a la vida.

La Cuaresma ha sido, es y será un tiempo favorable para convertirnos y volver a Dios Padre lleno de misericordia, si nos hubiéramos alejado de Él, como aquel hijo pródigo que se fue de la casa del padre y le ofendió con una vida indigna y desenfrenada de la que nos cuenta Jesús en Lc 15, 11-32. Esta conversión se logra mediante una buena confesión de nuestros pecados. Dios siempre tiene las puertas su corazón abiertas de par en par. ¡Ojalá fueran muchos los pecadores que valientemente volvieran a Dios en esta Cuaresma para que de nuevo experimenten el calor y el cariño de su Padre Dios!

La Cuaresma es tiempo apropiado para purificarnos de nuestras faltas y pecados pasados y presentes que han herido el amor de ese Dios Padre; además de mediante la confesión, esta purificación la lograremos por medio del ayuno, la lectura, estudio y meditación de las Sagradas Escrituras, la limosna y la oración; de esta manera llegaremos preparados y limpios interiormente para vivir espiritualmente la Semana Santa, con la profundidad, veneración y respeto que merece.

Ayunar significa liberarnos de todo lo que estorba que abramos las puertas de nuestro corazón a Aquel que viene a nosotros «abundante de amor y de verdad» Jn 1,14: el Hijo de Dios.

El ayuno vivido como experiencia de privación, para quienes lo viven con sencillez de corazón, lleva a descubrir el don de Dios y a comprender nuestra realidad de criaturas que encuentran en Él su cumplimiento. Haciendo la experiencia de una pobreza aceptada, quien ayuna se hace pobre con los pobres y “acumula” la riqueza del amor recibido y compartido.

El ayuno de comida y bebida será agradable a Dios, pues nos servirá para templar nuestro cuerpo, a veces tan caprichoso y tan regalado, y hacerlo fuerte y pueda así acompañar al alma en la lucha contra los enemigos de siempre: el mundo, el demonio y nuestras propias pasiones desordenadas. Pero no sólo comida podemos ayunar; podemos hacer ayuno y abstinencia de nuestros egoísmos, vanidades, orgullos, odios, perezas, murmuraciones, malos deseos, venganzas, impurezas, iras, envidias, rencores, injusticias e insensibilidad ante las miserias del prójimo.

Ayuno y abstinencia, incluso, de cosas buenas para ofrecerle a Dios un pequeño sacrificio y un acto de amor para reparar nuestros pecados; por ejemplo, ayuno de televisión, de todo lo que alimenta nuestra tendencia a la sensualidad, a la disipación de los sentidos, a la vida superficial. Este tipo de ayuno es más meritorio a los ojos de Dios y requerirá mucho más esfuerzo, más dominio de nosotros mismos, más amor, y voluntad de nuestra parte.

En esta Cuaresma, volvamos nuestra mirada a Cristo. Él antes de comenzar su misión salvadora se retiró al desierto cuarenta días y cuarenta noches. Allí vivió su propia Cuaresma, orando al Padre, ayunando…y después, salió por nuestro mundo repartiendo su amor, su compasión, su ternura, su perdón. Que Su ejemplo nos estimule y nos lleve a imitarle en esta cuaresma.

En este tiempo de Cuaresma, acoger y vivir la Verdad que se manifestó en Cristo significa ante todo dejarse alcanzar por la Palabra de Dios. Esta Verdad no es una construcción del intelecto destinada a pocas mentes elegidas, superiores o ilustres, sino que es un mensaje de Dios que recibimos y podemos comprender gracias a la inteligencia del corazón, abierto a la grandeza de Dios que nos ama antes de que nosotros mismos seamos conscientes de ello. Esta Verdad es Cristo mismo que, asumiendo plenamente nuestra humanidad, se hizo Camino, exigente pero abierto a todos, que lleva a la plenitud de la Vida.

En cuanto a la limosna, no se trata sólo la limosna material, unas cuantas monedas que damos a un pobre mendigo en la esquina. La limosna tiene que ir más allá: prestar ayuda a quien necesita, enseñar al que no sabe, dar buen consejo al que nos lo pide, compartir alegrías, repartir sonrisas, ofrecer nuestro perdón a quien nos ha ofendido, pues la limosna es la disponibilidad de compartir todo, a darse a sí mismos. Significa la actitud de apertura y la caridad hacia el otro. Recordemos lo que dijo san Pablo: Si reparto entre los pobres todo lo que poseo, y aun si entrego mi propio cuerpo para tener de qué enorgullecerme, pero no tengo amor, de nada me sirve.” 1 Co 13, 3. También san Agustín es muy elocuente cuando escribe: Si extiendes la mano para dar, pero no tienes misericordia en el corazón, no has hecho nada; en cambio, si tienes misericordia en el corazón, aún cuando no tuvieses nada que dar con tu mano, Dios acepta tu limosna”.

La caridad es don que da sentido a nuestra vida y gracias al cual, consideramos a quien se ve privado de lo necesario como un miembro de nuestra familia, como un amigo. Lo poco que tenemos, si lo compartimos con amor, no se acaba nunca, sino que se transforma en una reserva de vida y de felicidad. Así sucedió con la harina y el aceite de la viuda de Sarepta, que dio el pan al profeta Elías (1 R 17,7-16); y con los panes que Jesús bendijo, partió y dio a los discípulos para que los distribuyeran entre la gente (Mc 6,30-44). Así sucede con nuestra limosna, ya sea grande o pequeña, si la damos con gozo y sencillez.

Y, finalmente, oración. Si la limosna es abrirnos al otro, la oración es abrirnos a Dios. En la oración, Dios va cambiando nuestro corazón, lo hace más limpio, más compasivo, más generoso…en resumen, va transformando nuestras actitudes negativas y creando en nosotros un corazón nuevo y lleno de caridad pues la oración es generadora de amor. Ademas la oración nos induce a conversión interior y nos lleva a hacer obras buenas por Dios y por el prójimo. En la oración recobramos la fuerza para salir victoriosos de las tentaciones. Cuaresma, es pues, tiempo fuerte de oración.

El ayuno, la limosna y la oración, tal como los presenta Jesús en su predicación, como se lee en Mt 6,1-18, son las condiciones y la expresión de nuestra conversión. La vía de privación a través del ayuno, El conocimiento de Jesucristo y sus enseñanzas por medio de la lectura de los Evangelios, la mirada y los gestos de amor hacia el hombre herido a través de la limosna y el diálogo filial con el Padre por medio de la oración, nos permiten introducirnos a una fe sincera, una esperanza viva y una caridad operante.

En esta Cuaresma, estemos más atentos a decir palabras de aliento, que reconfortan, fortalecen, consuelan y estimulan, en lugar de palabras que humillan, entristecen, irritan y desprecian. A veces, para dar esperanza, es suficiente con ser una persona amable, que deja a un lado sus necesidades y urgencias para prestar atención, para regalar una sonrisa, para decir una palabra que estimule, para posibilitar un espacio de escucha entre tanta indiferencia.

En el recogimiento y el silencio de la oración, se nos da la esperanza como inspiración y luz interior, que ilumina los desafíos y las decisiones de nuestra misión: por esto es fundamental recogerse en oración (cf. Mt 6,6) y encontrar, en la intimidad, al Padre de la ternura.

Esta Cuaresma ofrezcamos a Dios, con amor, los sacrificios que llevemos a cabo, para que nuestro corazón endurecido, se ablande y se llene de Su amor, de su ternura, para que podamos volvernos a Él y darnos en servicio de amor a nuestro prójimo más necesitado.

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