LA CRUZ, SÍMBOLO DE SUFRIMIENTO Y DE BENDICIÓN
Con elementos de lo que dijo San Juan Pablo II, en la ceremonia de bendición de la Catedral de Villahermosa en el estado de Tabasco, México.
El hombre está llamado a la felicidad, pero experimenta en su vida muchas formas de dolor. Pero, ¿Por qué sufrimos? ¿Para qué sufrimos? ¿Esconde la cruz algún significado? ¿Puede ser positivo el dolor físico o moral?
Para los católicos estos interrogantes tienen respuesta, aun cuando el dolor es un misterio que la razón no alcanza a comprender, pero si tenemos a Jesucristo en nuestra vida, el dolor, la enfermedad y los momentos oscuros de la existencia humana adquieren una dimensión de esperanza.
¡Qué diferencia hay, entre aquellos que sufren desesperados sin Dios, con los que ofrecen su dolor con amor y gozo! De ahí la importancia de volverse a Dios, de buscarlo y encontrarlo en Jesucristo que vino a darnos una vida nueva, plena, abundante, como dijo Él, según leemos en Jn 10,10b.
Al conocer a Jesús y comprender que se sacrificó y padeció una horrible tortura, hasta morir en la cruz para librarnos del castigo que merecíamos por haber ofendido a nuestro Padre celestial al pecar, solo nos queda manifestar nuestro agradecimiento, y la manera de hacerlo es vivir según sus enseñanzas y su ejemplo, lo que significa que así como Él padeció, aceptando el dolor como la forma en la que nos liberaría de las cadenas del pecado, también nosotros podemos aceptar el dolor, la enfermedad y todo tipo de sufrimiento y ofrecerlo como ofrenda que nos acerca a Dios, considerando que la enfermedad, la expresión más frecuente y más común del sufrimiento humano, se transforma, cuando somos conscientes de la cercanía de Dios.
Como la vida física, que es temporal, y la espiritual que es eterna, están relacionadas, quien sufre y ofrece su dolor generosamente, no es una carga para los demás, sino que contribuye a la salvación de todos con su sufrimiento pues su ofrenda tiene un alto valor para Dios, como vemos en el ejemplo de Jesucristo, que quiso redimirnos y pagó por nuestra redención con la moneda del dolor en su sacrificio voluntario que lo llevó a morir en la cruz después de un gran padecimiento.
El sufrimiento también nos hace vernos como somos, como expresó San Juan Pablo II, en la ceremonia de bendición de la Catedral de Villahermosa en el estado de Tabasco, en México, él dijo: “La enfermedad y el dolor, consiguen que el hombre caiga de su pedestal de arrogancia y se descubra tal y como es: pobre, desvalido, necesitado de la ayuda de Dios, porque el sufrimiento revela al hombre su propia identidad y conduce con frecuencia a cambios radicales en la relación de una persona con Dios. Y es que muchos que probablemente no se acercarían a Cristo si estuvieran sanos, se acercan a Dios por su enfermedad o sufrimiento. Por ello podemos decir que la enfermedad, cuando se acepta con amor, es una bendición porque nos acerca a Jesucristo.”
“¡Animo!, hijo, tus pecados te son perdonados” son las primeras palabras que escucha el paralítico de Cafarnaún, como leemos en Mt 9, 2, “Mira, estás curado; no peques más, para que no te suceda algo peor”, dijo el Señor al que era paralítico desde hacía treinta y cinco años, que se encontraba en la piscina llamada en hebreo Betzatá, Betesda o Betsaida, que significa El Foso, según dice Jn 5,14. Y en los Evangelios encontramos que son muchos los milagros que el Señor realiza en los cuerpos de los enfermos, pero son más y más importantes los que realiza en sus almas.
Estas curaciones sirvieron a Cristo para señalar la llegada del Reino, Él dijo: “Vayan y díganle a Juan lo que están viendo y oyendo. Cuéntenle que los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios de su enfermedad, los sordos oyen, los muertos vuelven a la vida y a los pobres se les anuncia la buena noticia.” Mt 11, 4-6.
Los enfermos del Evangelio fueron signo del Reino al ser curados; también los enfermos de hoy son signos del Reino y, aún en mayor medida, cuando, aceptando la voluntad del Dios, viven con alegría su enfermedad.
Desde el lecho de enfermo, o cuando vemos sufrir a un ser querido o en los momentos de dolor o duros de la vida, podemos considerarnos olvidados por Dios, pero debes saber que nadie está solo frente al sufrimiento. Recuerda la promesa de nuestro Señor Jesús que leemos en Mt 28,20: “Yo estaré con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo.” Si Él está con nosotros, todos los momentos de la vida incluso los del sufrimiento y la muerte, tendrán sentido.
En nuestros cuerpos enfermos, en nuestro sufrimiento, en nuestra debilidad, y sobre todo en nuestra alegría, donde estemos unidos a Cristo, cada uno de nosotros, como miembros vivos de la Iglesia, encontraremos la fuerza para llevar a cabo la acción evangelizadora que Jesús nos confió cuando dijo: “Vayan a las gentes de todas las naciones, y háganlas mis discípulos; bautícenlas en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, y enséñenles a obedecer todo lo que les he mandado a ustedes.” Mt 28,19-20.
En este punto debemos considerar que esa misión, no se limita a los sacerdotes y a los religiosos o religiosas, debemos llevarla a cabo todos los que nos llamamos cristianos o seguidores de Cristo, por lo tanto, también los laicos debemos mostrar a cuantos podamos, a Cristo y sus enseñanzas, dando testimonio, sobre todo con nuestra forma de vida, pero también contando la obra que ha realizado en nuestra vida y dando a conocer Las Sagradas Escrituras, en especial los Evangelios.
Y si en los momentos de sufrimiento, de dolor o enfermedad llegara a brotar la tentación del desaliento, podemos pedir confiadamente la ayuda de Dios, que dijo, como leemos en Is 49,8: “En tiempo favorable te escucharé, y en día desdichado te asistiré.” Esto significa que en los días felices Él escuchará nuestra alabanza y agradecimiento, y que, en los momentos difíciles, de prueba, de dificultad, de dolor o enfermedad, no solo nos escuchará cuando clamemos a Él avergonzados por haberlo ofendido y confiados en su Misericordia esperemos su perdón, nuestra liberación, sanidad y que vendrá en nuestro auxilio; Él nos responderá y nos ayudará a salir adelante con nuevos ánimos, con la vida que Jesús vino a darnos, una vida nueva, plena, abundante como dijo el mismo Señor Jesús en Jn 10,10b. Por ello San Pablo dice con pleno convencimiento: “A todo puedo hacerle frente, gracias a Cristo que me fortalece.” Fil 4,13.
También los cristianos, si enfermamos o sufrimos por cualquier causa, estámos llamados a unir nuestro dolor a la Pasión de Cristo, y a anunciar el Evangelio de la esperanza con nuestro testimonio de fe, de esperanza y de paz, que viene de la confianza en el Señor y sus promesas. Esto significa que todas las personas que conviven con el sufrimiento pueden convertirse en portadores de paz y de alegría para los demás en medio de su sufrimiento, como dice San Pedro en 1Pe 4,12-13: “Queridos hermanos, no se extrañen de verse sometidos al fuego de la prueba, como si fuera algo extraordinario. Al contrario, alégrense de tener parte en los sufrimientos de Cristo, para que también se llenen de alegría cuando su gloria se manifieste.” Si estás enfermo y estas palabras te parecen difíciles de aceptar, San Pablo nos dice que no nos quejemos y confiemos en que en los momentos duros la ayuda del Señor llegará, al mismo tiempo nos anima, cuando dice en 1Co 10,13: “Ustedes no han pasado por ninguna prueba que no sea humanamente soportable. Y pueden ustedes confiar en Dios, que no los dejará sufrir pruebas más duras de lo que pueden soportar. Por el contrario, cuando llegue la prueba, Dios les dará también la manera de salir de ella, para que puedan soportarla.”
Así que cree y pon tu fe en acción, abre tu mente y tu corazón, confía en las promesas del Señor y acércate a Él en oración y confía en su respuesta, pues como dice en Hab 2,3 “Aún no ha llegado el momento de que esta visión se cumpla; pero no dejará de cumplirse. Tú espera, aunque parezca tardar, pues llegará en el momento preciso.”
El Señor no solamente nos dará fuerzas para soportar, también puede sanarnos, física y espiritualmente. Los Evangelios nos transmiten numerosos ejemplos del trato de Jesús con los enfermos, entre ellos, además de los mencionados antes, el del ciego Bartimeo que pedía junto al camino en Mc 10,46 ss, la hemorroisa desde hacía doce años en Lc 8, 40 ss, el hombre que tenía una mano paralizada en Mt 12, 9 ss, la mujer jorobada desde hacía 18 años de Lc 13, 11 ss, los diez leprosos de Lc 17,12 ss”, el ciego y mudo de Mt 12,22
Los cristianos creemos que Cristo puede sanarnos, pero, con frecuencia dudamos que lo quiera hacer. Si este es tu caso, deja tus dudas y temores y cree que Cristo puede y quiere curarte, como a los enfermos que menciona el Evangelio.
Quienes buscan recuperar la salud, si están conscientes del valor salvífico que tiene el sufrimiento humano unido a la cruz del Señor, pueden ofrecer su enfermedad por las necesidades de los demás miembros la Iglesia, como San Pablo, que en Col 1,24 dice: “Ahora me alegro de lo que sufro por ustedes, porque de esta manera voy completando, en mi propio cuerpo, lo que falta de los sufrimientos de Cristo por la iglesia, que es su cuerpo.”
Aun cuando estamos dispuestos a sufrir por la Iglesia, podemos, como Hijos de Dios, acudir a Su Misericordia y pedirle por nuestra salud, tanto del cuerpo como del alma.
La cruz, representada por la enfermedad, el dolor, las dificultades o el sufrimiento; es parte de la vida, porque de alguna manera padeceremos, pero, debemos tener en cuenta que Jesús dice en Mat 10,38: “El que no toma su cruz y me sigue, no merece ser mío.” Esto significa, que siempre llevaremos una cruz y esto no cambiará; pero lo que si puede y debe cambiar es nuestra actitud pues la diferencia está en llevarla “con” o “sin Cristo”, de ahí la recomendación en Heb 12,2 en donde dice: “Fijemos nuestra mirada en Jesús, pues de él procede nuestra fe y él es quien la perfecciona. Jesús soportó la cruz, sin hacer caso de lo vergonzoso de esa muerte, porque sabía que después del sufrimiento tendría gozo y alegría; y se sentó a la derecha del trono de Dios.” Esto debe animarnos pues sabemos que después del sufrimiento tendremos gozo y alegría en la presencia de Dios nuestro Padre.
Entonces, mantengamos nuestros ojos en Jesús con todo lo que esto significa: buscarlo de corazón, abrir la mente para entender sus propósitos para nuestra vida, y el corazón para que lo haga su trono y desde ahí nos conduzca por su camino de luz que nos lleva a la presencia del Padre, seguir sus enseñanzas y obedecer los mandamientos.
Para lograrlo no basta tener el deseo de hacerlo, podemos apoyarnos en la ayuda que encontramos en los Sacramentos para limpiar nuestros pecados al confesarlos y pedir perdón por ellos en el Sacramento de la Reconciliación, y también fortalecernos con el Espíritu Santo que nos es dado en los Sacramentos del Bautismo, de la Confirmación y en la Unción de los Enfermos y tomar al mismo Señor Jesús en la Sagrada Eucaristía o Comunión, que según San Agustín, es la relación que indica con mayor amor cómo y qué cosa es la Trinidad de Dios: intercambio, donación mutua y circulación de amor. Y todo esto podemos obtenerlo al encontrarnos con Cristo y recibirlo en la sagrada Hostia en donde quiso quedarse para acompañarnos.
Aun cuando la cruz, es símbolo del sufrimiento, también lo es de libertad y salvación, de bendición. Por ello, o nos hace sufrir o nos lleva a Dios. A ti te toca escoger cual será tu actitud frente a la cruz de los males: sin Cristo o con Cristo.
San Pablo escribió en Flp 3,10-11: “Lo que quiero es conocer a Cristo, sentir en mí el poder de su resurrección y la solidaridad en sus sufrimientos; haciéndome semejante a él en su muerte, espero llegar a la resurrección de los muertos.” y en 2Co 4,10 y 14: “Dondequiera que vamos, llevamos siempre en nuestro cuerpo la muerte de Jesús, para que también su vida se muestre en nosotros” – “Porque sabemos que Dios, que resucitó de la muerte al Señor Jesús, también nos resucitará a nosotros con él, y junto con ustedes nos llevará a su presencia.”
Y termino con otra cita de San Pablo que escribió en Rom 8,16b-18 “Somos hijos de Dios. Y, si hijos, también herederos: herederos de Dios y coherederos de Cristo, si compartimos sus sufrimientos, para ser también con él glorificados. Porque estimo que los sufrimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria que se ha de manifestar en nosotros.” Así que no temamos a la cruz; al dolor, las enfermedades o los problemas. Ofrezcámos nuestras cruces a Dios y nos acercarán a Cristo, y seremos llenos de alegría cuando su gloria se manifieste.” Que así sea.